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El precio de la naturaleza: ¿Por qué seguimos sin querer pagar por los servicios ecosistémicos?

Por: Alexis L. Leroy

Desde la Revolución Industrial, hemos construido nuestras economías sobre una suposición errónea: que la naturaleza es gratuita. Que los bosques, los océanos y los ecosistemas en su conjunto pueden seguir brindándonos aire limpio, agua potable, suelos fértiles y estabilidad climática sin que nadie pague por ello. En el mundo financiero, esta mentalidad sigue siendo uno de los mayores obstáculos para movilizar capital a gran escala hacia la restauración y conservación de la naturaleza.

Cuando hablamos de mercados de carbono, financiamiento para soluciones basadas en la naturaleza o inversiones en conservación, la pregunta clave no es por qué es tan difícil financiar estos proyectos, sino más bien quién se beneficia de que sigamos sin hacerlo.

El negocio de lo “gratuito”

Las economías industrializadas han construido su riqueza bajo un modelo de extracción sin pago. Los países que deforestaron sus bosques hace siglos, drenaron sus humedales y sobreexplotaron sus tierras agrícolas nunca internalizaron esos costos en sus economías. Ahora, cuando se plantean mecanismos financieros para valorar los servicios ecosistémicos, el debate no gira en torno a la ciencia o la viabilidad del mercado, sino al control del capital.

El sistema tradicional de financiamiento climático sigue siendo dominado por grandes donantes, instituciones multilaterales y ciertos gobiernos que han convertido la ayuda internacional en una herramienta de poder. Son estas mismas entidades las que, mientras predican la necesidad de más inversión en conservación, se oponen activamente a soluciones de mercado que podrían desbloquear financiamiento real y descentralizado. No porque los mercados no funcionen, sino porque ceder el control a un sistema basado en demanda y oferta implica perder influencia sobre quién recibe el dinero, cómo se usa y quién define las reglas del juego.

El costo de la inacción

Mientras tanto, las comunidades que realmente protegen los ecosistemas —los pueblos indígenas, los agricultores sostenibles, los gestores de proyectos de restauración— siguen esperando que el sistema reconozca y remunere su trabajo. En lugar de incentivar su labor, se les exige cada vez más pruebas de “adicionalidad”, metodologías complejas y procesos burocráticos diseñados en escritorios lejanos por personas que nunca han pisado un proyecto de conservación.

Por otro lado, las empresas que quieren invertir en soluciones climáticas enfrentan un entorno hostil. No solo deben lidiar con reglas en constante cambio y procesos de certificación cada vez más costosos, sino también con una narrativa pública que criminaliza cualquier intento de utilizar mecanismos de mercado para financiar la acción climática. En muchos casos, la presión mediática y el temor a represalias reputacionales han hecho que el sector privado prefiera no involucrarse en la compra de créditos de carbono o en la inversión en conservación, dejando el problema sin resolver.

De lo gratuito a lo invaluable

Si realmente queremos movilizar financiamiento a la escala que requiere la crisis climática, necesitamos una transformación cultural profunda: aceptar que la naturaleza no es ni nunca fue gratuita.

Las soluciones basadas en la naturaleza no son un lujo ni una estrategia de relaciones públicas, sino una pieza clave en la estabilidad del planeta y de nuestras economías. Sin bosques sanos, no hay agua. Sin manglares, no hay protección costera. Sin suelos fértiles, no hay seguridad alimentaria. Si no empezamos a pagar por estos servicios, seguiremos sufriendo las consecuencias económicas de su degradación de manera exponencial.

Los mercados de carbono y otras formas de financiamiento ambiental no son perfectos, pero son de las pocas herramientas que están poniendo dinero en manos de quienes realmente trabajan por la conservación. Mientras sigamos debatiendo si pagar por la naturaleza es justo, los costos ocultos del deterioro ambiental seguirán acumulándose hasta que ya no sean manejables.

Es hora de dejar de tratar los servicios ecosistémicos como una externalidad gratuita y empezar a pagarlos por lo que realmente son: la base misma de nuestra supervivencia.